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  • José Antonio Ces

Capítulo 6: El Telégrafo



Publico un nuevo capítulo, en este caso sobre el telégrafo. que abre el segundo bloque del libro. Entramos de lleno en aspectos propios de las telecomunicaciones. No te pierdas detalle, porque muchas de las cosas que aquí se cuentan suponen el origen real de las telecomunicaciones.


La comunicación es algo esencial en el mundo animal, especialmente en el racional. Desconozco con detalle qué profundidad alcanza en el irracional. Lo que no son personas. No soy ningún especialista en esa materia. Me consta que existe y que no sólo se basa en señales auditivas o visuales, sino que las feromonas juegan papeles relevantes en determinadas especies como los insectos. Las feromonas son, por ejemplo, el medio de comunicación que utilizan las hormigas para guiar al resto de la colonia hacia lugares donde hay comida abundante. Los gestos son también una forma de comunicación dentro de las comunidades animales. Los chimpancés comunican una amenaza levantando los brazos o golpeando el suelo. Y la mayoría de los animales usan el “postureo” en sus rituales de apareamiento. Cuando comienza la época de reproducción, el macho del pavo real, por poner un ejemplo “vistoso”, saca a relucir sus dotes y abre la cola de forma tal que las hembras la puedan observar desde la distancia. Pero el sonido también se usa. Los delfines emiten ruidos que organizan en diversos patrones. Y las ballenas realizan cantos que tienen respuesta por parte de otras ballenas a varios kilómetros de distancia. Muchas formas y maneras de comunicarse. Pero hasta qué nivel llega esta comunicación en el mundo animal, es algo que no está suficientemente estudiado. Esos patrones que te comentaba que emiten los delfines han llegado a generar la idea de que se trata de una forma de idioma. Aunque poca certeza se tiene de ello. Lo dicho.


Pero lo que sí sé es lo importante que es la comunicación para el ser humano. Desde siempre. Lo sé yo y lo sabe todo el mundo. Tan importante es, que tiene buena culpa de que nos hayamos diferenciado tanto del resto de especies animales en nuestra evolución. La comunicación humana refuerza las relaciones sociales, enriquece a sus participantes y es el principal agente de nuestro desarrollo cultural. Su instrumento fundamental es el lenguaje verbal, pero las personas se comunican también por medio de gestos, movimientos, miradas, etc. Los machos de nuestra especie no tenemos el magnífico color azul propio de los pavos reales, pero también nos “pavoneamos” cuando queremos atraer la atención de alguna “hembra” que nos gusta. ¿O no?


Pues bien. Las telecomunicaciones van un poco más allá de esa comunicación. Y es que suponen una revolución en el mundo de las relaciones personales, al permitir que la gente no tenga que estar físicamente cerca para poder comunicarse. Desde su aparición, se han ido mejorando los medios utilizados e introduciendo nuevas alternativas, algo que ha sucedido de forma casi exponencial de un tiempo a esta parte. El teléfono móvil o el acceso a Internet desde un equipo doméstico son dos grandes revoluciones que hemos vivido en los últimos treinta años en el sector de las telecomunicaciones. Dos fenómenos que han abierto las posibilidades de la comunicación humana de una manera brutal. Con la telefonía móvil hemos pasado de que la comunicación fuese algo “sujeto” a un sitio físico, a que ésta nos acompañe allá donde vamos. Las comunicaciones hoy se mueven con nosotros. Y es difícil imaginar un mundo sin móviles. Un mundo en el que se da por hecho que la gente es “alcanzable” con sólo darle a un botón. ¡Cuántas mejoras ha supuesto este hecho en el día a día del ser humano! Pero no sólo haber incorporado la movilidad en la comunicación telefónica, sino que el añadido del fenómeno Internet ha dado lugar a un plano de comunicación completamente desconocido hace tan sólo una década. Las redes sociales. Primero fueron los mensajes cortos. Los SMS. Pero el hecho de que Internet esté “en la palma de tu mano”, como decía aquel slogan de Telefónica de hace algunos años, ha abierto sendas para la comunicación entre seres humanos que todavía están por explorar. En definitiva, las telecomunicaciones han permitido acortar distancias. Acercar a la gente. Pero… ¿dónde arranca todo este fenómeno de las telecomunicaciones? ¿Cuándo fue la primera vez que dos personas se comunicaron a una distancia lo suficientemente grande como para considerar que “algo” había cambiado?


El telégrafo es uno de los sistemas pioneros en la comunicación a distancia. ¿Te suena el telégrafo? Seguramente no has tenido que utilizarlo. Seguramente no has recibido ni enviado nunca un telegrama. ¿O sí? Cuando yo era pequeño todavía se usaban los telegramas para determinadas comunicaciones. Por ejemplo, para dar el pésame. Era la forma de evitar llamar al afectado por la pérdida. Un duro trámite. Pero tras la invención en 1985 del servicio de mensajes cortos, que se incorporaba “de serie” en las primeras redes de telefonía móvil, y después del arranque del servicio de correo electrónico a través de Internet, los mensajes telegráficos fueron cayeron en desuso. Incluso para dar el pésame se empezaron a utilizar los SMS. Con ellos y con el correo electrónico, los usuarios de las redes de telecomunicaciones comenzaron a transmitir sus propios mensajes sin intermediarios. Y esto les daba a las comunicaciones una inmediatez que, con los telegramas o incluso con las cartas postales, no existía. Se podía contestar en tiempo real. Y además se eliminaba la necesidad de que existiese “alguien” actuando como transmisor y receptor de la información. Ya no se necesitaba al telegrafista para traducir nuestra forma de hablar en puntos y rayas. Te parecerá que estoy hablando de algo de hace muchos años. Pero no te equivoques. Todo esto no sucedió hace tanto tiempo. Que luego decimos que si la innovación trepidante, que si la revolución de la tecnología, que todo va demasiado rápido y no sé qué más. Que una cosa es inventar y descubrir medios alternativos, y otra muy distinta es provocar su uso. Y, sobre todo, hacer que abandonemos medios pasados. Cambiar los hábitos. Hercúlea tarea. Somos animales de costumbres. Racionales, pero de costumbres. Que sepas que, en Estados Unidos, la compañía Western Union clausuró sus servicios telegráficos el 27 de enero de 2006. ¡Hace poco más de diez años! Pero aún hubo alguna compañía de telecomunicaciones en la India que mantuvo el telégrafo hasta el 2013. Hace menos de cinco años. Así que esto del telégrafo, de los telegramas y los puntos y las rayas, tampoco es tan antiguo… ¿o sí?


El telégrafo nació a finales del siglo XVIII, aunque no se hizo comercial hasta la primera mitad del siglo XIX. De hecho, hubo múltiples experimentos y muchos tipos de telégrafos. Algunos de ellos se vieron mejorados e impulsados por distintos inventos paralelos como, por ejemplo, la pila voltaica (¿te suena?) que permitía aumentar la distancia en las comunicaciones telegráficas. La pila hacía que pudieran enviarse señales más lejos. Que las distancias se acortasen todavía más. Importante porque las telecomunicaciones crecían en alcance. Unían a más gente. Pero… ¡cómo soy! Todavía no te he contado lo importante. Te tengo que explicar en qué consiste el telégrafo. El telégrafo es sencillamente un aparato que transmite señales eléctricas entre dos puntos. Simple, ¿verdad? Y tanto. El telégrafo sustituyó a los sistemas de señales ópticas, que permitían comunicaciones sólo hasta donde alcanzase la vista. Alguien movía un par de banderas o encendía unas antorchas, de una manera concreta y bajo un código establecido, para que otro, que observaba en la distancia, fuese capaz de descodificar un mensaje. Pero había que ser capaz de ver al otro. Con lo que la distancia máxima de comunicación era el alcance de la vista humana. Me imagino los anuncios para contratar a los operarios. Se busca persona con buena presencia, educado y con “vista de lince”. Con el telégrafo, con el que la visión entre los extremos de la comunicación no era necesaria, la distancia máxima entre dos personas para poder comunicarse se hizo mucho mayor. Sólo había que tender un cable entre los dos puntos que quisiesen establecer esa comunicación. Ésta se haría por medio de la electricidad que viajaría por dicho cable. ¡Vaya! La electricidad. Vamos encontrando el nexo entre lo que te conté en la primera parte del libro y lo que estoy a punto de desvelarte en este segundo acto. Se empieza a materializar la ciencia en usos concretos, y eso que no hemos hecho más que empezar. Sigamos hablando del telégrafo y de su historia.


El 24 de mayo de 1844, Morse transmitió el primer mensaje telegráfico. Ése que se haría tan famoso: “Lo que Dios ha creado” (“What hath God wrought”). Una cita bíblica que se emitió desde la cámara de la corte suprema, en el sótano del Capitolio, en Washington, hasta Baltimore, Maryland. Unos 60 kilómetros entre un punto y otro. Unas 35 millas. Muy difícil ver a esa distancia señal óptica de ningún tipo. Ergo, un hito. Por cierto… ¿te suena Morse? Sí te suena, pero no es quien piensas. Morse no es el inventor del telégrafo. El telégrafo, o lo que podría ser su base tecnológica, ya existía desde hacía casi un siglo. Flipa. Desde mediados del siglo XVIII. Concretamente en el año 1746, un científico llamado Jean Antoine Nollet hizo un experimento que puede considerarse el comienzo de esta revolución sin paliativos. El bueno de Nollet, que además de científico era religioso, colocó a más de doscientos monjes en una circunferencia de aproximadamente una milla, y los unió con un cable de hierro uno a uno. Tela marinera conseguir que doscientos frailes se juntasen para un experimento de estas características. Lo que no pueda hacer la religión no lo consigue nadie. Me los imagino muy obedientes todos allí situados en círculo, con un cable en cada mano. El circuito que los monjes formaban quedó convenientemente cerrado con una “batería” de botellas de Leyden que provocó una pequeña descarga. No sólo los juntó para el experimento, sino que además les hizo daño. Lo dicho. No dejo de sorprenderme. La descarga que provocó esa batería de botellas de Leyden era pequeña. No iba a matar a nadie. Pero los monjes la “notaron”. Porque Nollet observó que todos reaccionaban al unísono ante ella. Demostraba de esta forma que la velocidad de propagación de la electricidad era muy alta. Y que la fe mueve montañas. Lo cierto es que, bromas aparte, el experimento abrió mentes en aquel tiempo ya tan lejano. Una de las que abrió fue la de un lector anónimo de la publicación “The Scots Magazine”, una revista escocesa que, por cierto, todavía se publica. Puedes ver su página Web en Internet. Aquella publicación se realizó en 1753 y, en ella, nuestro anónimo contribuidor, basando su razonamiento en el experimento de Abbé Nollet, sugirió un telégrafo electrostático que utilizaba una conexión para cada letra del alfabeto. Según este modelo, al generar en origen una descarga electrostática para, por ejemplo, la letra “g”, ésta provocaba una alerta en la letra “g” destino. Simple como el mecanismo de un chupete. Y en su base tecnológica, el telégrafo estaba inventado. Sin embargo, los telégrafos electrostáticos, realmente, nunca llegaron a utilizarse de manera masiva. Fueron, más bien, un medio para realizar múltiples experimentos que fueron sentando las bases de algo, que fue desarrollándose durante esos casi cien años. Hasta dar lugar al telégrafo que se explotó comercialmente. El de Morse.


Samuel Morse era pintor. Bueno. En realidad, se formó en filosofía religiosa, matemáticas y veterinaria equina. Toma ya. Yo, lo que pienso, es que Morse era ingeniero. Como yo. Una persona inquieta que mostraba interés por la mayoría de las cosas que le pasaban cerca. Un hombre al que la electricidad provocaba inquietud. Recuerda que estamos por esa época en la que la electricidad era casi “magia”. Acuérdate de Frankenstein. Morse no ceñía su inquietud únicamente a la ciencia. El arte era su otra debilidad. Arte y ciencia. Ciencia y arte. Dos mundos muy interconectados, aunque pueda parecer lo contrario. La pintura le apasionaba y en su época de estudiante “multidisciplinar” decidió dedicarse a ello. De hecho, el primer prototipo de un telégrafo que fabricó, lo construyó con un caballete, un lápiz y papel. Y alguna cosa más como un péndulo y piezas viejas de un reloj. El artilugio diseñado dibujaba permanentemente una línea recta mientras no se aplicaba electricidad. Y cuando ésta era transmitida al sistema, el péndulo provocaba oscilaciones en la escritura de dicha línea. Desde ese prototipo inicial, fue creando un alfabeto. Un código de impulsos eléctricos que, transformados en puntos y rayas, permitía la transmisión de mensajes. Cada secuencia de puntos y rayas se correspondía con un carácter del abecedario. Un código binario en toda regla. De esta forma, se podía enviar un texto codificado desde un punto geográfico hasta otro utilizando la electricidad. El mecanismo, como ves, no puede ser más simple. Un interruptor que, como emisor, voy abriendo y cerrando para simular los puntos y las rayas que habría generado tras la codificación del mensaje a transmitir. En el otro extremo, un receptor que recoge dichas señales eléctricas (los puntos y las rayas) y las traduce de nuevo al abecedario para obtener el mensaje transmitido. Et voilà!



En el gráfico adjunto te muestro las equivalencias del código Morse con nuestro abecedario y nuestros dígitos. Si te das cuenta, los números tienen todos cinco “caracteres” mientras que el tamaño en las letras varía entre uno y cuatro. Por ejemplo, el mensaje universal de socorro, SOS, se construye con tres puntos, tres rayas y tres puntos. Date cuenta de que tener longitudes diferentes para los distintos caracteres, hacía que se dependiese mucho de la habilidad y experiencia práctica del telegrafista. Si éste no era bueno, se podría confundir, por ejemplo, una “F” (“· · - ·”) con una “E” (“·”) seguido de una “R” (“· - ·”). Para evitarlo, el telegrafista emisor utilizaba breves pausas entre caracteres, que debían ser bien interpretadas por parte del receptor. No hay más secreto que éste. La telegrafía se basaba mayoritariamente en experiencia práctica. No valía sólo con saberse el código.


En las telecomunicaciones, así como en la comunicación si hacemos un enfoque mucho más general, se utilizan muchos mecanismos de codificación. Las banderas, las señales de luz o incluso las de humo también son lenguajes codificados. No quiero entrar en esto con mucha profundidad todavía, pero quédate con la idea de que los puntos y rayas del código Morse constituían un código binario. Igualito que los “unos” y los “ceros” que se utilizan en los ordenadores. Luego hablaremos de ellos, porque llegan a ser clave cuando uno se adentra en el mundo del software. Pero veremos entonces que, el hecho de que en el mundo de la computación todo sea automático y no exista interacción humana, hace que los caracteres deban ser codificados siguiendo reglas mucho más acotadas que las que rigen el funcionamiento del telégrafo. Más rígidas e inflexibles. Por ejemplo, todos los caracteres deben tener la misma longitud una vez codificados. No es viable que unos sean más largos y otros más cortos. Pero no me adelanto. Volvamos con Morse.


Pues bien. Morse no sólo inventó el código que lleva su nombre, sino que también instaló el primer sistema de telegrafía en Estados Unidos. El que comentábamos al principio del capítulo. Y eso le hizo ganar mucho dinero. Pero eso sí que es otra historia. Aunque es, desde mi punto de vista, su gran aportación. Haber conseguido que el Congreso de los Estados Unidos le concediese 30.000 dólares de la época para la construcción de esa línea telegráfica de 60 kilómetros que unía Washington con Baltimore. Y es que no todo es inventar. Hay que saber venderlo. Convencer a los inversores. Patentar las ideas. Que se lo pregunten a Tesla o a Edison. Si has montado una empresa o iniciado algún negocio lo sabrás. La idea está muy bien, pero es su ejecución lo que cambia realmente el cuento. Saber venderlo. Y Morse supo hacerlo. Todos los anteriores, que durante un siglo lo intentaron, fracasaron. Algunos siquiera lo intentaron. Pero todos fueron aportando granitos de arena hasta llegar a un sistema que prometía la comunicación entre dos puntos cualesquiera del globo. Eso sí. Tenían que estar unidos por un cable.


En este punto, quiero revisar contigo una vez más el mecanismo tecnológico que existe detrás del telégrafo. No hay pedagogía sin repetición. Cierro un circuito eléctrico en el emisor para que al receptor le llegue corriente. Si aprieto el interruptor un tiempo corto (un punto), en el extremo receptor se recibirá corriente sólo durante ese tiempo corto. Si lo hago durante más tiempo (una raya), al otro lado se recibirá electricidad ese tiempo mayor. Así se podían transmitir entonces mensajes de texto entre localidades muy distantes. Una revolución en la época. Muy simple. Pero, una vez inventado y demostrada su aplicación práctica, su uso en sociedad tardó mucho en producirse. Pasaron décadas y su introducción en los distintos países del mundo fue desigual. ¿Por qué? Párate a pensarlo un poco. ¿Lo tienes ya? Pues claro. Para que el telégrafo funcionase, había que tener un cable que uniese los dos puntos. Y eso no era (ni lo es hoy tampoco) sencillo de hacer. Especialmente si queríamos que el telégrafo sirviese para comunicar muchos puntos geográficos unos con otros. Y es que se necesita mucha “pasta” para tender cables uniendo ciudades, países y ya no digamos continentes.


Un inciso, porque estoy seguro de que no sabes que para comunicar Europa y Estados Unidos hay un cable (o unos cuantos) que están tendidos en el fondo del océano. ¿Qué mecanismo pensabas que se usaba en una comunicación intercontinental? ¿La “magia de cerca”? Je, je, je. El cable principalmente. En algunos casos puntuales los satélites o las comunicaciones inalámbricas. Pero menos. Lo más utilizado sigue siendo el cable. Hoy en día se trata de cables de fibra óptica, capaces de transportar muchos datos en muy poco tiempo. Pero inicialmente eran de cobre. Recubiertos por materiales especiales, eso sí. Básicamente para que no se los comiesen los tiburones o no se dañasen como consecuencia de los terremotos o de los golpes de las anclas de los barcos. No estoy de coña. Es toda una ciencia la del cable submarino. Cables de varios miles de kilómetros de longitud con pesos de varias toneladas que son desplegados utilizando barcos que viajan de un extremo a otro del océano. Auténticas aventuras épicas las que se vivieron en el momento de su aparición. Pero hay quien las cuenta mejor que yo, así que no invertiré mucho tiempo en ello. La historia sobre la instalación del primer cable submarino, que uniría Europa con Estados Unidos, se relata de manera soberbia en el libro “momentos estelares de la humanidad” de Stefan Zweig. Mi escritor favorito. En uno de sus relatos, el que titula “las primeras palabras a través del océano”, Zweig nos cuenta cómo Cyrus W. Field se enfrentó a toda una epopeya para conseguir unir los dos continentes. Field fue un hombre de negocios que en 1854 creó la “Atlantic Cable Company”, una compañía con un único fin. Proveer la infraestructura para que estos continentes se pudiesen comunicar y, a continuación, explotarla para obtener el retorno de esa inversión. Hasta 1866 las comunicaciones no quedaron establecidas. Su tesón, su fe y su confianza inquebrantable fueron el verdadero motor de esta proeza que fracasó hasta en tres ocasiones desperdiciando mucho dinero de los inversores. Pero no sólo fue su cabezonería. También el hecho de que un gran físico, William Thomson, se incorporase a trabajar en la compañía de Field en el año 1856. Thomson se ocupó de todos los aspectos técnicos del proyecto, diseñando un galvanómetro (aparato que detecta el paso de la corriente eléctrica) lo suficientemente sensible como para detectar corrientes muy débiles. Este aparato permitía determinar la atenuación de la señal que se producía en el cable y vigilar, de esta forma, los diversos problemas mecánicos asociados a su enrollamiento y desenrollamiento. El galvanómetro, por si todavía no lo has relacionado, debe su nombre a Galvani. Sí, el “resucitador” de animales. William Thomson recibió el título de Sir por esta tarea que se consideró una hazaña y, en 1892, la reina Victoria de Inglaterra le nombró Lord Kelvin. Ese nombre te sonará más. Thomson, alias Lord Kelvin, destacó por sus importantes trabajos en el campo de la termodinámica y la electricidad, gracias a sus profundos conocimientos de análisis matemático. Es uno de los científicos que más contribuyó a modernizar la física y es especialmente conocido por haber desarrollado la escala de temperatura Kelvin.


Más allá del cable submarino, la realidad es que, con el telégrafo, hubo que tender cables entre ciudades y países, y de esa forma nacieron las compañías de telecomunicaciones. Con el objeto último de realizar las inversiones necesarias y amortizarlas mediante el alquiler de las líneas que unían dichos puntos. Todo un negocio que tardó mucho en arrancar. Desde las primeras experiencias telegráficas hasta su socialización pasó casi un siglo. Y desde que se emitió ese famoso primer mensaje, hasta que la compañía Western Union tendió su primera línea telegráfica intercontinental aprovechando las vías del tren, pasaron casi veinte años. A partir de entonces sí se universalizó. Y esa masificación fue acercando a las personas mediante la comunicación. Comunicación sí, pero emoción no. Lo que permitía el telégrafo era comunicarse. Enviar mensajes. Pero de una forma muy impersonal. Todavía tendrían que pasar unos veinticinco años para que se descubriese el teléfono, que sí aportaría esa parte “humana” de la que carecía nuestro invento. Pero antes de contarte esta historia, necesito dedicar un poco de tiempo más para hablarte de la diferencia sustancial entre el telégrafo y el teléfono: el sonido.


Próximo capítulo: "El sonido"

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