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José Antonio Ces

Capítulo 2: El electrón

Actualizado: 27 ene 2022




Ahora que tenemos más o menos clara la estructura del átomo, vamos a centrarnos únicamente en el electrón. Nuestro verdadero protagonista, pues en algún momento terminaré hablándote de electricidad. Y “electricidad”, como te habrás dado cuenta, se parece bastante a “electrón”. O sea que algo tendrán que ver. Etimológicamente, electrón procede del vocablo griego “elektron”, que significa ámbar. Seguramente ahora mismo tienes las cejas arqueadas y los ojos como platos porque no ves la relación entre esa resina fosilizada que sale de los árboles y los electrones que te presenté en el capítulo anterior. ¿O sí? Y es que los griegos, bastante antes del nacimiento de Cristo, ya se había percatado de que el ámbar, cuando era frotado por algún pelaje, era capaz de atraer ciertos objetos de pequeño peso y tamaño, o incluso de generar algún chispazo. De ahí este nexo. O sea que, aunque no se sabía bien lo que era, en la Antigua Grecia se “manejaba” ya la electricidad. Estática, pero electricidad, al fin y al cabo. Pero no nos vayamos tan atrás en la historia. Volvamos a ese momento en el que teníamos a nuestros científicos preocupados por el átomo y su estructura. Situémonos a finales del siglo XIX.


Te decía en el capítulo anterior que el electrón, como partícula subatómica, fue descubierto por Thomson. Sí. Nuestro Thomson. El creador del modelo atómico del budín de pasas, que Rutherford mandó a paseo con su famoso experimento. El 30 de abril de 1897 Thomson anunció el descubrimiento del electrón en una conferencia impartida en Londres. Inicialmente no lo llamó electrón sino “corpúsculo”. Thomson probó que el electrón era una partícula más ligera que cualquier elemento conocido (hasta mil veces más ligera que un átomo de Hidrógeno) y que formaba parte de todos los átomos. Eso demostraba que, en contra de su etimología, los átomos no eran indivisibles. Este descubrimiento supuso uno de los hitos más revolucionarios de la ciencia de finales del siglo XIX y desembocó en una nueva concepción de la estructura de la materia. No te voy a explicar el experimento que realizó, porque es demasiado pronto para entenderlo, aunque, como tiene que ver con la base científica de los primeros televisores y de las primeras pantallas de los ordenadores, volveremos a ello cuando hablemos de ello. Por ahora nos vale con saber que Thomson imaginó que existía una partícula más pequeña que el átomo, y lo demostró de alguna forma. Y eso motivó a los científicos de la época a pensar más en ello. Rutherford el primero. Éste no sólo se lo creyó, sino que dio al electrón un lugar y un sentido dentro de “su” átomo. Ahora me toca explicarte qué tienen que ver estos pequeños corpúsculos con la electricidad, que por entonces empezaba a cobrar una importancia y una presencia cada vez mayor.


A finales del siglo XIX, la electricidad no sólo se conocía (recuerda que este conocimiento venía de muy atrás en el tiempo), sino que empezaba a usarse. A manejarse. No con un carácter práctico, como hoy en día, sino bajo un halo de misterio y terror. De magia. Porque en aquel momento de la historia, la electricidad tenía bastante más de “mágica” que de científica. De hecho, la electricidad era muestra de múltiples demostraciones, la mayoría relacionadas con su carácter electrostático. Demostraciones un pelín teatrales. Desde finales del siglo XVIII, la electricidad se venía relacionando con una fuente de vida. Una especie de mecanismo resucitador. El responsable de ello era un tal Luigi Galvani que desarrolló una curiosa teoría alrededor de la electricidad electrostática, por la cual ésta tendría su origen en los músculos de los animales. Galvani realizaba entonces una serie de experimentos con animales muertos a los que provocaba una especie de movimientos espasmódicos que hacían pensar en la posibilidad de su vuelta a la vida. De hecho, es bastante responsable de la idea detrás de la famosa novela de Mary Shelley: “Frankenstein o el Moderno Prometeo”. ¿Te suena? Y es que, por aquella época, los experimentos de Galvani eran vox populi, y debieron ser tema de conversación en más de una cena del matrimonio Shelley. Una de esas noches estaba con ellos su médico personal, el doctor John Polidori, y el escritor Lord Byron, quien retó a sus convidados a crear una novela de terror. En aquellas épocas la gente se entretenía así. No había televisión, ni videojuegos, ni Internet. Pero está claro que a la señora Shelley los experimentos galvánicos le dejaron huella. Tanta que, en la novela que originó aquel reto, se basó en ellos para la creación de ese mito monstruoso al que el doctor Víctor Frankenstein daba vida. En ningún pasaje del libro Mary Shelley hace mención del uso de la electricidad. Sin embargo, Víctor Frankenstein confiesa, en las páginas de la novela, sentirse atrapado por el poder de las tormentas eléctricas e incluso menciona las posibilidades del galvanismo. Bien es cierto que se cuida de no dar detalles de sus experimentos, con la excusa de que nadie repita tal abominación. Seguramente, detrás de esta excusa, habría un cierto desconocimiento, por parte de la escritora, de la ciencia que regía todos estos sucesos.


La electricidad, por lo tanto, pese a no poder ser todavía explicada, se estaba usando ya por entonces. Y es que la historia de la electricidad es una historia que empieza por el final. Como otras muchas cosas en todo lo que tiene que ver con los descubrimientos y la innovación. Primero se observó un comportamiento, y luego se explicó. Déjame que haga un breve inciso en este punto. La relación entre la teoría y la práctica en el mundo de la ciencia es muy curiosa y ha dado lugar a múltiples y curiosas anécdotas. En la física, por tomar un caso donde marca una frontera muy clara, ha originado dos prototipos diferentes de físico. El físico teórico, que tiene un perfil completamente diferente al físico experimental, que supone el otro lado de la balanza. Esta diferencia puede verse perfectamente, y sin necesidad de entrar en detalle científico alguno, en los personajes de la serie “The Big Bang Theory”. ¿La has visto? Sheldon Cooper, físico teórico, debate hasta la saciedad con su compañero de piso, Leonard Hofstadter, físico experimental, aplicando en dichas discusiones una visión muy diferente de la física en particular y de la vida en general. La serie, por si no la has visto, es una comedia muy recomendable. Toca muy por encima cualquier cosa que tenga que ver con la física, para evitar que su cuota de televidentes sea ínfima. Tiene muchas temporadas, aunque a partir de la tercera se pierde en las relaciones humanas de los personajes y descuida un poco todo lo demás. Sin embargo, en las dos primeras estos matices están cuidados y se aprecian en muchos de los diálogos. Especialmente brillante es el que habla de las gallinas esféricas, en referencia a que a veces la dificultad de un problema en física teórica es tal, que es necesario recurrir a aproximaciones que pueden llegar a ser absurdas. En este sentido, Leonard se burla de su compañero con lo que podría ser un “chiste”. Hay un granjero que tiene gallinas, pero no ponen huevos, así que pide a un físico teórico que le ayude. El físico realiza unos cuantos cálculos y le dice: “¡Tengo la solución! Pero sólo funciona con gallinas esféricas y en el vacío". La diferencia fundamental entre ambos caracteres, el físico teórico y el físico experimental, estriba en su relación con la ciencia en sí. Un físico teórico busca relaciones e imagina teorías que no han sido todavía demostradas. Mientras que un físico experimental intenta demostrar esas ideas concebidas dentro de la física teórica. Por otro lado, el físico teórico explica fenómenos experimentales que suceden en nuestro día a día. Y el físico experimental hace prácticas buscando nuevos límites en la ciencia. Una especie de círculo infinito. Lo que los lleva, como es obvio, a diferencias de opinión en las fronteras. Dice mi padre, que es ginecólogo, que para el pediatra la culpa de algún problema en el niño durante los primeros meses de vida es del ginecólogo, mientras que, para este último, todo problema empezará al “soltar” el bebé. Las “vecindades” siempre han generado conflictos. Esa es la verdad. Hablando de médicos y de vecindades me acuerdo de una anécdota que viene al caso y que no me resisto a no contártela. Sigo en el inciso así que hazme un hueco y te cuento. En el Madrid de principios del siglo XIX un médico, el Doctor Pere Mata i Fontanent, ejercía la medicina puerta con puerta con el famoso poeta Manuel Bretón de los Herreros. Ambos nombres te sonarán, porque siendo ambos historia de Madrid, dan nombre a dos calles de la capital. La cosa es que los muchos y ruidosos amigos del abierto y extrovertido poeta, solían equivocarse de puerta cuando acudían a visitarlo a su domicilio. Y esto era algo que desesperaba al Doctor Mata. Así que cabreado por esta circunstancia decidió un día fijar un cartel en su puerta que rezaba: “No vive en esta mansión, ningún poeta bretón”. La cosa es que al poeta le resultó simpático el cartel, y una noche que volvía con alguna “copa” de más, arrancó el cartel de la puerta, le dio la vuelta y escribió en el reverso el siguiente cuarteto: “Vive en esta vecindad, cierto médico poeta, que al final de su receta, firma Mata… y es verdad”. Un auténtico fenómeno el amigo Bretón.


Pero dejémonos de historias y de series televisivas de éxito y volvamos a nuestro electrón. Te tengo que explicar cómo desde este “corpúsculo”, tal y como lo denominó Thomson, llegamos a la electricidad. Para ello necesito hablarte un poco de la tabla periódica y de la posición de los elementos químicos en ella, que debes saber que no es algo aleatorio. La posición de los elementos dentro de la tabla periódica tiene que ver con sus propiedades. Si eres un elemento químico y estás en una zona determinada de la tabla periódica, es porque te pareces a otros elementos que están en la misma zona. De hecho, esta propiedad de la tabla periódica provocó en su día cierta “magia” al permitir que se supiese de la existencia de algunos elementos que todavía no habían sido descubiertos. Existía, digámoslo así, el hueco en la tabla, que se mantuvo reservado hasta el momento de su descubrimiento. Algo sencillamente mágico: ahora no me ves, ahora me ves. Los distintos elementos químicos que completan la tabla periódica actual (en el momento en que escribo estas líneas contabilizo un total de 118), tienen asignado un número en la parte superior de su casilla correspondiente. Dicho número es el número atómico, que se representa con una Z, y que se corresponde con la cantidad de partículas positivas, esto es de protones, que hay en su núcleo. El mismo número que el de neutrones que también cohabitan dicho espacio. Y que el de electrones que orbitan a su alrededor. Porque el átomo es neutro y deben existir el mismo número de cargas negativas que de cargas positivas para que se compensen entre ellas. Así que, si sabemos que el Helio tenía dos protones en su núcleo, sabemos también que su número atómico es Z=2. Y que tiene dos neutrones. Y dos electrones. Dos, dos, dos. ¿Recuerdas?


La tabla periódica ordena los elementos químicos en función de su número atómico, aunque hace una cosa rara a la hora de ordenarlos. Así, la primera fila sólo tiene dos elementos, uno en cada extremo de la tabla. La segunda y tercera fila tienen ocho elementos, separados por un gran hueco. Las dos filas siguientes tienen dieciséis elementos, y las dos últimas, la sexta y la séptima, tienen treinta y dos. Lo verás representado tal y como yo te lo pinto. Las dos filas del final, los lantánidos y los actínidos, en realidad deberían estar encajadas en las dos anteriores. Fíjate en sus números atómicos. Pues bien. Este ordenamiento que nos propone la tabla periódica tiene mucho que ver con los electrones que posee y su distribución en distintos niveles energéticos.



Para explicártelo mejor volvamos a nuestro modelo atómico. Te decía, al final del capítulo anterior, que a Rutherford le duró poco su modelo atómico tal y como lo planteó. Y es que, desde la perspectiva de la mecánica clásica, no era sostenible. El modelo establecía que los electrones orbitaban alrededor del núcleo. Pero en este movimiento, de acuerdo con las leyes de la física conocidas hasta entonces, los electrones irían perdiendo energía y, por lo tanto, describirían órbitas espirales que los irían acercando al núcleo hasta chocar con él. Es como si lanzas a lo lejos una pelota de tenis. Al principio subirá y a medida que vaya perdiendo la energía cinética que le proporcionaste al lanzarla, irá cayendo al suelo. Si esto fuese lo que sucediese con los electrones dentro del átomo, toda la materia se desintegraría. Y no es esto lo que pasa en el mundo, sino no estaríamos ni tú ni yo por aquí. Y aquí estamos. Así que algo iba mal con el modelo. Algo no encajaba.


Niels Bohr, era uno de los alumnos del Laboratorio Cavendish de Cambridge, y conocía estas objeciones. Para que no te pierdas te diré que los Laboratorios Cavendish son el departamento de Física de la Universidad de Cambridge, del que Rutherford llegaría a ser director en 1919 sustituyendo a Thomson. El mundo es un pañuelo. Pues bien. En esa época se había celebrado un congreso de científicos, al que acudió Rutherford, en el que se especuló mucho sobre los “cuantos de energía” a partir de un planteamiento teórico de Max Planck, y al que el propio Albert Einstein habría hecho alguna matización. Era sin duda el tema del momento entre el colectivo de científicos. “Trending topic” que diríamos hoy. Esto hizo que Bohr, como alumno aplicado que era, tratase de incorporar al modelo atómico existente esta teoría. Bohr utiliza en su modelo atómico las bases existentes en el modelo Rutherford, aunque introduce variantes derivadas de esta cuantificación de la energía que logran aclarar el porqué de su estabilidad. Según este nuevo modelo los electrones solamente pueden estar en unas órbitas determinadas, negando todas las demás. En cada una de estas órbitas, los electrones tienen asociada una determinada energía, que es mayor en las órbitas más externas. Lo más relevante de esta propuesta, buscando la estabilidad del modelo, es que los electrones no irradiarían energía al girar en torno al núcleo, siempre y cuando permaneciesen dentro de estas órbitas. El átomo sólo emite o absorbe energía cuando un electrón salta de una órbita a otra, algo que se produce sólo ante ciertos acontecimientos. Por eso el átomo es estable y ni tú ni yo nos estamos desintegrando. En definitiva, la característica esencial del nuevo modelo atómico es que los electrones se ubican no en cualquier órbita alrededor del núcleo, sino sólo en algunas bien definidas. Y además no pierden energía estando en ellas, lo que hace que no pierdan velocidad. Bohr asentó, por tanto, el modelo atómico creado por Rutherford aportando una explicación al porqué de su estabilidad. En realidad, no sólo a Bohr hay que reconocerle su trabajo. También a Sommerfeld, porque este último también puso su granito de arena. Arnold Sommerfeld, físico y matemático alemán, determinó que dentro de un mismo nivel energético existían una serie de subniveles energéticos ordenados, en los que se irían colocando los electrones. Ahora hablamos de ello. Pero antes, recapitulemos un momento, para asegurarme de que no te has perdido.


Estamos en 1916 y lo que determina el modelo atómico vigente en ese año es que, estando el núcleo en el centro del átomo, los electrones no pueden estar donde quieran, sino que tienen que ocupar unas órbitas concretas a su alrededor, que se alejan del mismo en distancias determinadas (“cuantificadas”) donde los electrones mantienen su energía. En dichas órbitas, el número de electrones que puede haber está limitado. Así, en la primera órbita, habrá un número determinado de electrones, al igual que sucederá en la segunda órbita y en las sucesivas. Cuanto más cerca está la órbita del núcleo, más estabilidad existe para los electrones a los que le costaría más cambiar su posición. Esto es porque más cerca del núcleo la energía es mínima, tendiendo ésta a aumentar a medida que nos alejamos. Por lo tanto, los electrones que estén en órbitas más alejadas del núcleo serán más inestables, y podrían sufrir cambios en su posición.


Hablemos, pues, de la aportación de Sommerfeld al modelo atómico. Esta idea, de que los átomos tienen diferentes niveles de energía donde se sitúan los electrones, así como que el salto de un electrón de un nivel más alejado del núcleo hacia otro más cercano da lugar a la emisión de energía, se mantiene en el modelo atómico actual. De hecho, se conserva la idea de que existen distintos niveles energéticos que se numeran con números enteros (1, 2, 3…). Así n=1 dará a conocer el primer nivel energético. Pero estos niveles energéticos estarán a su vez compuestos por distintos subniveles, que nos permitirán ir ordenando los electrones en una suerte de capas concéntricas. En realidad, todo esto es algo más complejo. Estas órbitas u orbitales no son esféricos y no se disponen de manera concéntrica alrededor del núcleo. Pero a efectos didácticos, dentro del alcance de este libro, no necesito que tengas claro todo ese detalle. Prefiero abstraerlo así para garantizar que lo entiendes. Pues bien. A estos subniveles que estructuró Sommerfeld se les identifica con las letras “s”, “p”, “d” y “f”, que son las iniciales de “sharp”, “principal”, “diffuse” y “fundamental”. La existencia de subniveles está determinada por el nivel en el que estamos. Así, en el nivel subatómico n=1 hay un solo subnivel “s”. En el n=2 hay dos subniveles, uno “s” y otro “p”. En el n=3 hay tres, uno “s”, uno “p” y uno “d”. Y en el n=4 encontrarás cuatro subniveles, uno “s”, uno “p”, uno “d” y uno “f”.




La figura anterior te habrá ayudado a entenderlo un poco más. En ella verás representados sólo los dos primeros niveles energéticos. En el primer nivel (n=1) sólo habrá dos electrones en un único subnivel “s”, y en el segundo nivel (n=2) verás que hay ocho electrones, dos en el subnivel “s” y seis en el subnivel “p”. Si pintásemos el siguiente nivel energético (n=3) tendríamos 18 electrones más, dos en el subnivel “s”, seis en el subnivel “p” y diez en el subnivel “d”. Y en el cuarto nivel (n=4) tendríamos un total de 32 electrones, dos en el “s”, seis en el “p”, diez en el “d” y catorce en el subnivel “f”.


Espero que ahora esté todo más claro, pero tampoco me importa mucho si te quedan conceptos difusos. Te lo he simplificado mucho ahorrándote un detalle que no considero necesario en este libro. Lo que es vital que entiendas es que tenemos un modelo atómico en el que los protones se agrupan con los neutrones, que existen en igual número, en un núcleo que contiene prácticamente toda la masa y una carga positiva. Y que los electrones, con carga negativa, orbitan a su alrededor, ocupando preferentemente (mientras no esté llena) la órbita de menor energía posible, esto es, la más cercana al núcleo. Esta última frase es relativamente importante, porque dependiendo de dónde se ubiquen los electrones en un determinado elemento químico, sus propiedades variarán. Y es que lo que diferencia unos elementos químicos de otros, tiene bastante que ver con la disposición de sus electrones en sus capas más externas. Las de mayor energía. Volvamos de nuevo a la tabla periódica, porque te prometí que hablaríamos algo más de su magia.


El primer elemento que verás en la tabla periódica es el Hidrógeno, que tiene un número atómico Z=1. Como decíamos antes esto significa que tendrá sólo un protón y un neutrón en su núcleo y un solo electrón en su corteza. El segundo elemento en la tabla, que no es otro que nuestro ya conocido Helio, tendrá un número atómico Z=2, con dos protones y dos neutrones en su núcleo y dos electrones orbitando a su alrededor. Y siguiendo esta serie irán apareciendo el resto de los elementos: Litio, Berilio, Boro, Carbono, Nitrógeno, Oxígeno, etc. De esta forma, el Cobre (Cu), por ejemplo, cuyo número atómico es Z=29 tendrá 29 protones y 29 neutrones en su núcleo y 29 electrones danzando a su alrededor.


Tomemos dos elementos químicos al azar que diría un mago. Es mentira, pero eso mismo dicen ellos cuando nos van a hacer un truco. Lo dicho. Cojamos, por ejemplo, el Litio y el Sodio. Te los pinto en la figura siguiente.




El Litio (Li) tiene número atómico Z=3, por lo que tendrá tres electrones, que se distribuirán en dos niveles de energía, dos electrones en el primer nivel n=1, en su único subnivel “s”, y uno en el segundo nivel n=2, en un subnivel “s”. Para poder mostrar estos niveles y subniveles, se usa una notación muy explicativa que es 1s2 2s1. ¿Lo pillas? Sigamos, entonces. Por otro lado, el Sodio (Na), con número atómico Z=11, tendrá 11 electrones que se repartirán dos en el subnivel “s” del nivel n=1, ocho en el segundo nivel n=2, con dos electrones en el subnivel “s” y seis en el subnivel “p”, y un último electrón en el nivel 3, obviamente en su subnivel “s”. La notación exacta sería 1s2 2s2 2p6 3s1. Si te fijas en estos dos elementos, tienen una cosa en común. ¿La ves? Exacto. Que ambos tienen sólo un electrón en su último nivel. Ya te has dado cuenta de que los dos elementos no estaban escogidos al azar. ¡Vaya! Me has pillado el truco. Se acabó la magia. Volvamos pues a la ciencia.


Coge la tabla periódica y busca en ella el Litio y el Sodio. Pronto te darás cuenta de que ambos están en la misma columna, la primera, ocupando filas consecutivas. Tampoco es casualidad. Ya te avanzaba que la tabla periódica es mágica en este punto, pues la ubicación de los elementos en ella se corresponde con que éstos tengan características y propiedades similares. Y estas propiedades vienen determinadas por la ubicación de sus electrones dentro del átomo. Así que si el Litio y el Sodio, al igual que el Potasio (K), el Rubidio (Rb), el Cesio (Cs) y el Francio (Fr), tienen un único electrón en su último nivel energético, esto les proporciona unas propiedades determinadas. Las correspondientes a los metales alcalinos. Sí. Así se les llama. Otros grupos conocidos que podrás encontrar en la tabla periódica de manera agrupada son los metales alcalinotérreos, que tienen dos electrones en su último nivel energético, o los gases nobles, que tienen su último nivel energético completo. Y algunos más. Lo importante que quiero que se te quede bien metido en la sesera es que, dependiendo de cómo estén dispuestos los electrones en los elementos químicos, éstos tendrán unas propiedades u otras. Y que el cómo se disponen los electrones dentro del átomo depende de su número.


Ya tenemos clara la disposición de los electrones en el átomo. Avancemos al próximo capítulo para que pueda descubrirte cómo éstos participan en la generación de la electricidad.



Próximo capítulo: La electricidad


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